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Trump, adicto a sí mismo

Cuando era solo un chaval Donald Trump vio por primera vez su nombre en un periódico después de hacer un ‘homerun’ en un partido de béisbol. Aquello, según contaría muchos años después a uno de sus biógrafos, le encantó. “Fue asombroso”. En esa mención en las páginas de un pequeño diario local tuvo el primer chute de una droga, la de la atención, a la que se enganchó. Y nada para calmar la exigente adicción tras años de ir incrementando las dosis como fijar la diana en la presidencia de Estados Unidos y hacerlo, a sus 70 años, poniendo patas arriba tradiciones políticas, sociales y mediáticas.
También desde que era solo ‘Donny’ a Trump le ha ido la pelea. Disfrutó del ambiente de confrontación masculina, verbal y física, que respiró en la Academia Militar de Nueva York, donde Fred y Maryanne Trump le internaron cuando tenía 13 años tratando de poner coto a su indisciplina. Y nada mejor para calmar esas ansias de greña de un fan declarado del boxeo que un combate encarnizado como el que el candidato republicano ha librado en esta campaña, primero frente a 16 rivales de su actual partido (porque entre 1999 y 2012 cambió siete veces de afiliación) y, los últimos tres meses, con Hillary Clinton.
Su lucha por la Casa Blanca pareció inicialmente la enésima maniobra de promoción de alguien muy acostumbrado a promocionarse. Porque lleva haciéndolo desde que en 1971 tomó el control de la empresa inmobiliaria con que su padre, hijo de inmigrantes alemanes, había construido viviendas residenciales para gente de ingresos medios en Queens y Brooklyn. Primero la rebautizó, personalizándola con el apellido que luego empezaría a colocar por doquier en enormes letras doradas, y pronto llegaron el salto a Manhattan, el giro hacia los hoteles y los rascacielos con apartamentos de lujo, los casinos, la compra de una aerolínea, el yate… Todo, según confesó en 1990 a ‘Playboy’, eran “atrezos para el show. Y el show es Trump”.
UN CERDO CON PINTALABIOS
Para cuando concedió esa entrevista ya hacía tres años que había publicado ‘The Art of the Deal’, un libro que estuvo 48 semanas en la lista de los más vendidos de ‘The New York Times’ (13 en el número uno) y con el que había expandido su imagen de exitoso hombre de negocios (un mérito del que ahora se arrepiente el escritor que lo redactó, Tony Schwartz, que ha dicho que lo que hizo fue “ponerle pintalabios a un cerdo”). Y en esas páginas se leían reflexiones que hoy dan mucho que pensar. “Juego con las fantasías de la gente”, se lee. “Quieren creer que algo es lo mayor y lo mejor y lo más espectacular. Lo llamo hipérbole veraz. Es una forma inocente de exageración. Y es una forma muy efectiva de promoción”.
En realidad, muchos negocios de Trump, que pasó dos años por la Universidad de Fordham y en 1968 se graduó en Económicas en Wharton, no parecen haber sido tan exitosos como presume. Seis veces se ha tenido que acoger a las leyes de bancarrota y Trump University, el pomposo nombre de los cursos que creó, está bajo investigación por fraude. Aunque él cifra su fortuna en 10.000 millones de dólares (9.041 millones de euros), según Forbes no llega a los 4.000 (3.616 millones de euros). Y quizá sea cierto lo que ha dicho también Schwartz: “Miente a menudo, sobre todo respecto al dinero”.
De lo que no cabe duda es de que Trump ha creado una marca, y no solo con sus distintas líneas de productos, sus edificios, sus hoteles y campos de golf, clubs como el exclusivo Mar-a-Lago, aventuras inmobiliarias internacionales, los concursos de Miss Universo y Miss USA o, sobre todo, con las 14 temporadas de The Apprentice, el reality show donde popularizó orgulloso la frase “¡estás despedido!” La marca es él, un hombre casado tres veces y con cinco hijos que durante la campaña electoral ha tenido que enfrentar su largo historial de maltratar a las mujeres como objetos o juguetes sexuales, alguien a quien la revista ‘The New Yorker’ definía ya por 1997 como “un tipo escurridizo y naif, astutamente calculador y temerariamente despreocupado de las consecuencias”.
PRIMER CANDIDATO VIRAL
Trump se ha confirmado también como el primer candidato viral. Y no es solo porque haya usado con maestría Facebook o la cuenta de Twitter que abrió en 2009, cuyo primer mensaje escribió en tercera persona para publicitar su aparición en un programa de televisión y que ha usado también para promocionar teorías conspiratorias como la de que el presidente Obama no nació en EEUU. Como los expertos de márketing, Trump sabe que los enlaces y mensajes que más se comparten son los que provocan reacciones emocionales inmediatas, sean estas positivas o negativas. Y ha aplicado esa lección al discurso político.
“Su mayor temor es ser ignorado, subestimado o irrelevante” según ha contado Michael D’Antonio, que en 2014 publicó ‘La verdad sobre Trump’ y que ha explicado también que Trump es “un hombre con una fijación en su propia fama y despectivo con los que caen”. Las urnas le dirán si debe despreciarse a sí mismo. Pero la obsesión, y la adicción, las tiene más que cubiertas.
El periodico

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